lunes, 21 de enero de 2008

Tercer domingo del tiempo ordinario ciclo a

III Domingo del Tiempo Ordinario.

LA UNIDAD DE LA IGLESIA.

Si hay una comunidad cristiana que le dio problemas al apóstol San Pablo, esa es la comunidad de los Corintios. En la segunda lectura que escuchamos este domingo, el apóstol nos habla de la división que existía entre, y es que este problema estaba complicando seriamente la vida de la Iglesia en aquella comunidad cristiana. Como San Pablo conocía muy bien a los corintios, nos dice que estos cristianos era gente de temperamento separatista, les gustaba ir cada uno por su lado: “Desde luego, tiene que haber entre vosotros también divisiones” (1 Cor 11, 19). En lo espiritual, compiten entre ellos mismos, tratando de demostrar quien ha recibido carismas superiores a los demás (1 Cor 12); presumen de ser gente sabia e importante, cuando en realidad, lo dice el mismo apóstol, no eran más que gente de origen humilde. En el texto de (1 Cor 1, 10-13. 17), que es la segunda lectura de este domingo, el apóstol trata de resolver la nueva dificultad que ha surgido entre los fieles de Corintio: las preferencias hacia las personas que les habían anunciado el evangelio, había llevado a que se dividieran en cuatro grupos dentro de la comunidad cristiana, por eso, andaban diciendo: “Yo soy de Pablo”, “yo soy de Apolo”, “Yo soy de Pedro”. “Yo soy de Cristo” (1 Cor 1,12). San Pablo, había evangelizado a esta comunidad, los conocía muy bien, y por eso, rechaza la división entre ellos, diciéndoles: “¿Esta dividido Cristo? ¿Acaso fue Pablo crucificado por vosotros? ¿O habéis sido bautizados en el nombre de Pablo?” (1 Cor 1,13). Pablo, sabía muy bien que para mantener la unidad Iglesia fundada por Nuestro Señor Jesucristo, era completamente necesario cultivar esta unidad en cada una de las comunidades a las que se le iba anunciando el Evangelio, y por lo mismo, era también necesario, estar atentos a cualquier movimiento que amenazara con destruir la fraternidad entre los hermanos que habían creído en el Señor. La división tiene consecuencias terribles en la vida de una familia, de una comunidad cristiana, de una parroquia, y de un país entero. La primera lectura de hoy nos narra una situación donde podemos descubrir lo terrible que son en la vida las consecuencias de la división. Era el año 722, antes de Cristo, y las diez tribus que formaban el reino del norte se había separado del reino del sur donde estaban las tribus de Judá y Benjamín. En ese año, los asirios, un país poderoso de aquel tiempo, invadió y sometió a las tribus del norte. Una buena parte de la población de Israel fue exiliada, y el lugar estaba ocupado por enemigos que casi aniquilaron aquel país. Solamente la unidad es lo único que nos hace fuertes, la división nos destruye así mismos, pero, la unidad solamente es auténtica y duradera cuando tiene a Dios como fundamento, y es “aquí donde esta precisamente el gran error de las tendencias dominantes en el último siglo… Quien excluye a Dios de su horizonte, falsifica el concepto de la realidad y solo puede terminar en caminos equivocados y con recetas destructivas” (Aparecida, 44). Todos somos conscientes de la gran necesidad de unidad que existe en nuestras familias, en nuestras comunidades cristianas, en nuestra parroquia, la Diócesis, nuestro país, y la Iglesia en general pero ¿Cuántos cristianos siguen todavía con los brazos cruzados esperando que esta unidad les caiga del cielo? ¿Y cuántos otros, que muchas veces dicen trabajar por la unidad, en ocasiones lo único que hacen no es mas que aumentar la división ya existe en la familia, la Iglesia y en la sociedad? No se puede trabajar por la unidad en ningún ambiente, si primero, no se ha renunciado a los propios intereses, y se ha decidido seguir a Cristo radicalmente, como lo hicieron los apóstoles: “Dejando las redes, le siguieron” (Mt 4,20).

Oremos juntos: “El Señor es mi luz y mi salvación; ¿a quien temeré? El Señor es la defensa de mi vida; ¿Quién me hará temblar? Una cosa pido al Señor, eso buscare: habitar en la casa del Señor por todos los días de mi vida; gozar de la dulzura del Señor contemplando su templo. Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida. Espera en el Señor, se valiente, ten ánimo, espera en el Señor” (del salmo 26).

Primera parte: El Diablo es el padre de la división:

Nos cuenta el libro del Génesis que cuando Dios creó a nuestros primeros padres y los puso en el paraíso, Adán y Eva vivían muy felices, hasta el día en que Satanás se les presentó y los convenció de que Dios les había prohibido comer del árbol de la ciencia del bien y del mal, porque él no quería que fueran como él. Eva y Adán creyeron y obedecieron al Demonio, y en ese mismo instante se separaron de Dios que era la fuente de la armonía y de la paz con que cada uno de ellos habían sido creados, se enemistaron entre ellos mismos y con la creación entera, y desde entonces la muerte y el pecado entró en el mundo. Es en la desobediencia a Dios donde se origina la división que nosotros vemos, vivimos, y sufrimos a diario en nuestras propias familias: por el pecado, muchos esposos son incapaces de amarse y de respetarse como Dios lo ha establecido, y acaban muchas veces divorciándose o viviendo juntos nomás por los hijos. Por otra parte, “Al haber dado la vida a los hijos, los padres de familia, tienen la gravísima obligación de educar a sus hijos. Les corresponde, pues, crear en la familia un ambiente animado por el amor y la piedad hacia Dios y hacia los hombres que favorezca la educación integral, personal y social de los hijos…” (Declaración sobre la Educación cristiana, n.3). Pero en la realidad, ni los padres de familia se quieren tomar en serio esta responsabilidad, ni los hijos tampoco quieren obedecer a sus papas. Siendo así las cosas, no debería de extrañarnos la división que existe muchas veces en la Iglesia y en nuestra sociedad. Muchas veces, los mismos cristianos que en la Iglesia viven cada uno rezándole a su santo, son los que en la sociedad civil, viven pensando y trabajando únicamente con el propósito de conseguir sus propios intereses, sin importarles el bien y los intereses de los demás. En la comunidad de los Corintios se estaban formando cuatro grupos diferentes de cristianos, los seguidores de Pablo, de Apolo, de Pedro, y de Cristo. Ninguno de los cuatro personajes tenia nada que ver con esta división al interior de la comunidad, sino que era el padre de la mentira (Jn 8,44), quien estaba manipulando a aquellos cristianos para que se dividieran, pues, él conoce que la división conduce a la destrucción. Después de haber logrado que en todos los Estados Unidos de América, se reconocieran a las personas de raza negra, los mismos derechos que a las personas de raza blanca, el 4 de abril de 1968, en Menphis, Tennessee, fue asesinado Martin Luther King; él había dicho que: “el trabajo de muchas personas, puede cambiar muchas cosas”. Pero los muchos, lo formamos los individuos, la persona, y es esa persona humana la que hay rescatar de la división, si queremos construir de verdad la unidad dentro de cada familia, la Iglesia y la sociedad. “Los seres humanos somos como los dedos de Dios sobre la Tierra” (P Jon Sobrino, S.J), y eso significa de que si cada uno de nosotros nos dejamos inundar por la Gracia de Dios, podremos, con su ayuda, transformar en luz toda la situación de división en la que vivimos hoy en día. Cada bautizado tiene que saber que “desde el día de su bautismo el Espíritu del Señor entró en su vida y le ha enviado a la sociedad salvadoreña, al pueblo de El Salvador, que si hoy anda tan mal es porque la misión que Dios ha encomendado a muchos cristianos ha fracasado… por eso es necesario que dejemos ya de ser un cristianismo de masa y que comencemos a ser y a vivir un cristianismo consciente” (Mon. Romero, Homilía del 8 de julio de 1979).

Para dialogar: ¿Cuál será el origen de las divisiones que a veces se producen en las comunidades cristianas y en la misma Iglesia? ¿Se puede lograr la unidad de la sociedad sin la conversión al Señor de cada hombre y mujer?

Segunda parte: La unidad exterior se construye en el interior de cada persona


Juan Pablo II, fue el que dijo que: “la unidad exterior, será la germinación y el florecimiento de esta intima unión con Cristo que deben tener todos los fieles… No se puede tener la unidad entre los hermanos, si no se da la unión profunda-de vida, de pensamiento, de alma, de propósito, de imitación-con Cristo Jesús; mas aún, si no existe una búsqueda íntima de vida interior en la unión con la misma Trinidad” (Alocución por la Unión de los Cristianos, 1981). Todos estamos cansados de tanta división pero la mayoría de cristianos no alcanzan ha descubrir cual es la llave que abre la puerta que conduce hacia la unidad de la familia, de la Iglesia y de la sociedad. ¿Qué hacer entonces para vivir en unidad? La unidad no debemos de seguirla buscando fuera de nosotros, en los demás, sino en nosotros mismos, porque la división que existe hoy en día en todos los ambientes se origina en el interior de cada persona, por eso nos ha dicho la Iglesia que: “hay que salvar a la persona humana, al hombre y a la mujer en su unidad y totalidad, con cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia y voluntad” (Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo, 4). Y el único capaz de reconstruir a la persona humana en su totalidad es Jesucristo, nadie más, no son los políticos, sin importar su color, o los ricos, los que le van ha devolverle la paz y la unidad a nuestras familias y a nuestra es sociedad, lo ha dicho el Papa Benedicto XVI: “No es una ideología política, ni un movimiento social, como tampoco un sistema económico- lo que nos traerá la salvación- sino, la fe en el Dios Amor, encarnado, muerto y resucitado en Jesucristo” (Homilía del Papa en la misa de inauguración de la Conferencia del Episcopado Latinoamericano). Opiniones sobre la división que vive nuestra sociedad y en algunos momentos la misma Iglesia, se escuchan por todos lados, pero, eso no es suficiente pues, “sólo quien reconoce a Dios, conoce la realidad y puede responder a ella de modo adecuado y realmente humano” (Aparecida, 42). En el Evangelio de hoy, San Mateo nos dice que el “el pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz” (Mt 4, 16). Y esa luz era Jesús, quien al comenzar su ministerio público dice abiertamente sus seguidores: “Conviértanse porque ya esta cerca el Reino de los cielos” (Mt 4,17), seguir a Jesús, lógicamente, “no es una imitación exterior, porque afecta al ser de la persona en su interioridad mas profunda” (Juan Pablo II, Veritatis Splendor, n.21). Y esto es lo que sigue haciendo falta: “que todos los cristianos vuelvan a emprender el camino de la renovación evangélica, acogiendo generosamente la invitación del apóstol a ser “santos en toda la conducta” (1 Ped 1,15). Los santos y las santas han sido siempre fuente y origen de renovación en las circunstancias más difíciles de toda la historia de la Iglesia. Hoy tenemos una gran necesidad de santos, que hemos de implorar asiduamente a Dios” (Vocación y misión de los files laicos en el mundo y en la Iglesia, 16). Esto fue lo que hicieron Pedro y Andrés, Santiago y Juan: “inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron”. Ellos se tomaron en serio el evangelio y lograron transformar el mundo de su tiempo.

Para dialogar: ¿Entiende usted que solamente podrá ayudar a que el mundo se transforme, si primero, se deja usted mismo transformar por el Señor?

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